lunes, 23 de agosto de 2010

Detrás de "El Código da Vinci"


Tom Hanks interpretando a Robert Langdon, si el libro fue un best seller masivo, Hollywood no teme en gastar millones en la adaptación cinematográfica, después de todo el éxito está asegurado.

Advertencia: Si usted, estimado lector, llegó a este artículo de blog en búsqueda de detalles sobre la vida secreta de Jesucristo o significados esotéricos detrás de la obra pictórica de Leonardo Da Vinci, probablemente queden decepcionandos. Hecha esta aclaración, puedo seguir adelante.

La pregunta me vino a la mente mientras preparaba una clase de literatura inglesa sobre “Drácula” y “Sherlok Holmes”, una de mis ideas que alentaba mi enfoque era que una obra de ficción que tiene tanto éxito, algo debe decir de la sociedad que la produce y la consume. La asociación fue instantánea. ¿Qué pasa entonces con “El Código da Vinci”? Esta es un poco la pregunta que voy a tratar de responder.

Lo primero a notar de esta novela es su ritmo frenético, pautado en buena parte porque el protagonista Robert Langdon debe resolver el asesinato antes de que la policía lo agarra a él ya que es el principal sospechoso del crimen en cuestión. La historia es un acelerado descubrimiento sobre la supuesta verdad de uno de los pilares de la civilización occidental y un iniciación en uno de los más exclusivos secretos en un improbable lapso menor a 24 horas. Este planteo que no da lugar a las pausas, se contrapone con la novela policial más clásica, donde el protagonista va a disponer de algún momento donde sentarse tranquilamente a recapitular todos los aspectos del caso y reflexionar sobre el mismo. La necesaria pausa para reflexionar o para despejar la mente, es un lujo cuando no visto como signo de pereza en un mundo donde si bien no es la policía como tal quien nos pisa los talones, tenemos plazos impuestos por nuestros superiores y la constante amenaza de que alguien capaz de hacerlo más rápido se quedará con nuestro trabajo. Dentro de la ficción que constituye esta novela, los hechos y elementos necesarios para dicha investigación se dan de tal forma que resulte posible resolver el asesinato y el misterio histórico en unas pocas horas, pero en la vida real, muy rara vez las cosas se pueden resolver tan rápidamente. Esta obsesión por la rapidez es una de las características de la sociedad actual y tiene consecuencias en nuestra forma de vida más allá de lo que sería pertinente reflexionar en este artículo.

El segundo punto interesante que me llama la atención de “El Código Da Vinci” son la sociedades secretas, lo cual parece ser una de las obsesiones literarias de Dan Brown, o al menos un ingrediente que considera necesario para obtener ventas multimillonarias. Según Dan Brown, la historia de la humanidad no es escrita por grandes hombres públicos como reyes y líderes políticos o sistemas económicos de producción, sino por sociedades secretas que mueven los hilos de los acontecimientos desde las sombras. No creo que la historia pueda resumirse como la historia de pequeñas cúpulas secretas que operan tras bastidores, pero si pensamos en los últimos ciento cincuenta años no se estaría tan errado, si cambiamos sociedades secretas, por sociedades anónimas. Las decisiones de las grandes corporaciones, tomadas en la mayoría de los casos, por gente que no conocemos su nombre, su cara y que tampoco hemos votado, afectan nuestras vidas de formas más dramática de lo que lo hacen las decisiones políticas. Basta por ejemplo ver “Roger & Me” de Michael Moore para tener una idea de esto. El secreto que da lugar a estas sociedades secretas ficticias o ficcionalizadas tiene un importante valor simbólico. En una economía del conocimiento donde saber es poder, conocer un importante secreto es como tener una buena cuenta bancaria acumulando intereses para el día que decidamos jubilarnos. También es el secreto, o debería decir el anonimato, él que permite disfrutar del poder sin las consecuencias que éste trae. Desde la sombras no hay que preocuparse de no ser reelecto o de tener una mala imagen pública. Finalmente el secreto, es la línea divisoria que separa el adentro del afuera, los propietarios de los empleados, quienes viven de rentas y quienes deben sobrevivir con un sueldo.

Dan Brown no parece mostrarse crítico con este orden exclusivista, sino todo lo contrario. Al inicio de “El Código Da Vinci” Robert Lagndon es un respetado profesor universitario, que debe tener un buen pasar como lo tienen los profesores universitarios en el primer mundo, pero profesor a fin de cuentas. En el transcurso de las escasas horas en las que se desarrolla la novela, entra en contacto con una poderosa organización a la que salva de ser destruida, accede a su secreto fundacional (bueno, en realidad ya sabía una parte), todo indica de que va a quedar fuertemente vinculada a él, además de quedar las puertas abiertas para un posible romance con uno de los miembros más importantes de esta sociedad. Es como sí un profesor de programación de la Facultad de Ingeniera, en el transcurso de una loquisíma noche, se volviera CEO de Microsoft y se en noviara con la hija de Bill Gates.

Aún más, sobre el final del libro, descubrimos que las intenciones del villano consisten en hacer público el secreto, lo que siguiendo con la lógica de mi interpretación implicaría socializar de cierta manera el poder económico. Lagndon le responde que el mundo no está listo para conocer ese secreto y el combate pasa a un plano más físico, donde se termina imponiendo el parecer del protagonista. El argumento de Lagndon, fue rebatido más de doscientos años atrás por el filósofo alemán Immanuel Kant. Antes las diversas opiniones que frecuentaban por aquella época dicíendo que la idea de democracia era excelente pero que lamentablemente el pueblo aún no estaba preparado para gobernarse a sí mismo, Kant respondió que el pueblo nunca iba a estar preparado para gobernarse a sí mismo, a menos que consiguiera el poder y a los ponchazos fuese aprendiendo a gobernarse. La historia demostró que Kant tenía razón, o al menos así lo creo en mi humilde opinión.

El último punto que quizás sea la razón por la cual “El Código Da Vinci” pasó de ser uno de los tantos thriller que fabrica y consume la industria editorial norteamericana para volverse un best seller con escasos precedentes en las últimas décadas, se trata de la reinvención de la figura de Cristo. Jesucristo es un personaje delicado, como eje central del cristianismo es nos guste o no, uno de los principales pensadores de la civilización occidental, casi que se podría decir que es uno de sus padres fundadores. Pero el conocimiento que tenemos de su pensamiento es en el mejor de los casos de segunda mano, si aceptamos la improbable versión de que los evangelios fueron realmente escritos por San Marcos, San Mateo y San Juan Evangelista (según la tradición y los propios evangelios, San Lucas no conoció personalmente a Jesús).

Sin embargo las investigaciones históricas y filológicas indican que los evangelios son las enseñanzas de Cristo tomadas de por lo menos tercera o cuarta mano y en un proceso de teléfono descompuesto donde mucha gente metió la cuchara y no faltaron las manos maliciosas, lo que ha dado lugar a mucha especulación respecto a cual era el verdadero pensamiento de Jesucristo y que tan fieles son los evangelios a este pensamiento. Posiblemente durante los primeros dieciocho siglos de cristianismo no hubo mucho debate al respecto, los evangelios eran dados por buenos, punto, si alguno se le ocurría cuestionar eso, la inquisición se encargaba de hacer un lindo fogón con él. Pero a partir de 1700 y pico con la progresiva secularización de la cultura occidental y la idea de un concepto más demostrable sobre la verdad histórica, comenzaron a hacerse sentir voces disidentes cada vez con más fuerza. A su vez la cultura occidental fue apartándose cada vez más de muchos preceptos morales que tradicionalmente se los asocia con el cristianismo, como el orden patriarcal, la concepción de la sexualidad como pecado y una concepción del mundo que parte desde la fe y no desde el conocimiento científico.

Pese a todas estas discrepancias, entre la religión cristiana y el mundo occidental moderno, el cristianismo sigue siendo uno de los hitos fundantes y distintivos de la civilización occidental. Basta analizar la mayoría de las ideologías que aparecen en el espectro político moderno como el conservadurismo, liberalismo, socialismo y anarquismo, para ver que tienen genes de cristianismo en su ADN genético. Dan Brown, ensaya una conciliación entre Jesucristo y la moral occidental moderna, al casarlo con María Magdalena y hacerla su igual, le da una sexualidad que las iglesias tanto se han esforzado por negarle y le quita su presunto contenido machista para volverlo un mensaje en pro la igualdad de géneros. Incluso hace que Cristo sea padre de una hija, dejando un legado material y concreto, no sólo espiritual como es la tradición, el mundo moderno parece tener una enorme dificultad y aberración con lo abstracto y espiritual prefiriendo lo concreto. Pero el golpe de gracia final es cuando establece una especie de genealogía ideológica con Leonardo da Vinci (de ahí el título del libro). Da Vinci simboliza en cierta manera la ciencia y la tecnología, quedando de esta manera el cristianismo y el progreso técnico-científico reconciliados.

Cabe aclarar que lo escrito por Dan Brown es ficción y nada más que ficción, “El Código da Vinci” no debe ser tratado como algo más importante de lo que es, un thriller inteligentemente armado., el gran error de la Iglesia Católica fue darle semejante trascendencia. Tampoco esta ficción resiste un análisis histórico muy detallado, al revés que muchas historias de Borges o de Umberto Eco que son desde el punto de vista histórico, intachables. Entre varios errores, está el de afirmar que Constantino I hizo del cristianismo la religión oficial del Imperio Romano, mediante el Edicto de Milán, cuando este documento lo que promulgaba era la libertad de culto para los cristianos, que el cristianismo corriera a partir de Constantino con cierto caballo del comisario, es una cosa distinta. Con código da Vinci o sin él, a fin de cuentas lo que se sabe sobre el Jesucristo histórico es lo mismo; que en la primera mitad del Siglo I, vivió en Galilea y Judea un hombre llamado Yeshúa ben Yosef que se dedicó a predicar, hablaba arameo, seguramente también hebreo y probablemente tuviera algunos conocimientos de latín, a los treinta y algo de años fue crucificado, el resto se perdió en la historia o es una cuestión de fe, que escapa toda reflexión que intente ser medianamente objetiva y racional. Quizás ese sea el mayor mérito de Dan Brown, contarnos lo que se perdió de la historia de la forma que nos hubiese gustado que sucediera.