lunes, 5 de septiembre de 2011

La espada Sabaela, segunda parte



No todos los elfos murieron en el hundimiento de Elfadea. Unos pocos cientos, pudieron llegar a los pocos barcos que quedaban en condiciones y resistir los duros vientos.

Virdriel era hija de un elfo y una mujer. Tales mezclas ocasionaban extrañas variaciones en el proceso de envejecimiento. A pesar de sus cuatrocientos años, mantenía un poco común, aspecto aniñado.

La nave de Virdriel era una de las escasas que pudo perdurar la tempestad durante los tres días. En un impulso, la media-elfa se dirigió a la proa y gritó a Nefoljé.

  • ¿No es ya suficiente?

    Inescrutable resulta el corazón de los dioses. Por alguna razón, la elfa había conmovido al señor de los mares. El cielo se despejó, las aguas se aquietaron. Los barcos pudieron llegar a tierra firme.

    Los elfos se establecieron en un bosque relativamente alejado de la costa. La civilización que construyeron fue mucho más humilde que la anterior. El temor a una nueva ira divina los hizo conformarse con poco. Existía, también una importante limitación práctica. Casi todos sus sabios había perecido bajo las olas y con ellos muchos de sus conocimientos.

    Como ni Pavlas ni Luzdräen habían dejado herederos, decidieron que lo más justo era nombra a Virdriel como Reina. El modesto reino de los elfos, seguía rigurosos rituales para mantener aplacados a los dioses y poder subsistir.

    Santa Sofía, se las arregló para ocultar su embarazo frente a su familia. Durante los festejos de la primavera, dio a luz en el bosque de los elfos a un niño que llamaron Igolas.

    La propia Virdriel, llegó a plantearse que el hijo de la diosa, era más digno de reinar que ella. Pero Santa Sofía la convenció de que lo mejor era que su hijo mantuviera un perfil bajo para no llamar la atención de los otros dioses.

    Cuando Igolas alcanzó la mayoría de edad, su madre le regaló la espada Sabaela.

    Sin la hegemonía de los elfos, la guerra entre los hombres se volvió endémica. El reino de Flörtrien consideraba que había llegado su momento, pero Gaditaña, pronto significo una amenaza para sus intereses. Como si esto fuera poco, a los pocos siglos, los dioses consintieron en re emerger la isla de Elfadea, donde prosperó el reino humano Paidea, que se tornó un tercero en la discordia.

    Cansados de la guerra, cada vez más hombres decidieron asentarse junto a los elfos. De las entrañas del bosque fue emergiendo una ciudad que convivía en armonía con los árboles. Nadie sabe a ciencia cierta como, pero recibió el nombre de Escorpia. Casi sin quererlo, por necesidad, fue expandiendo sus fronteras.

    Virdriel no llegó a reinar doscientos cincuenta años. Nunca se adaptó a su nuevo país y de a poco la consumió la tristeza. Cuando murió parecía una niña vieja. Su sucesor fue Maguelas, uno de los alumnos predilectos, de Tincol el hermoso.

Al revés que Virdriel, Maguelas tomó una política externa más activa. Aunque no siempre lo lograba, intentaba mediar para lograr la paz entre los diversos reinos.


Llegó el día que queriendo evitar una nueva guerra, decidió enviar un embajador a Flörtrien. Debía ser alguien cuya sola presencia impusiera respeto, capaz de convencer y suficientemente sabio para entender el punto de vista del otro. Existía alguien así, en Escorpia: Igolas.


El embajador partió en su misión. Un largo camino se interponía entre su país y Flörtrien. Quizás el punto más peligroso del viaje fuera un pasaje entre las montañas. No sólo era riesgoso por el paisaje, también porque Diopamedes acostumbraba a matar su aburrimiento, humillando e hiriendo a quienes pasaban por allí. Evidentemente, quien viene a negociar la paz, nunca será del agrado del dios de la guerra.


Una armadura gigante, sin piel ni rostro que la sustentaran, se le apareció a Igolas.


  • Yo soy Diopamedes, señor de la guerra. Eres libre de elegir, forastero. O me entregas todo ropaje y arma, volviendo por donde has venido o me enfrentas con ilusa esperanza, de que continuaras tu camino.


Seguramente el dios no reconoció a la espada. Pero Sabaela sí reconoció a Diopamedes y dio valor al elfo. El hijo de Santa Sofía no dudó, cargó dispuesto a matar. Sorprendido, el señor de la guerra se hizo a un lado, pero al rotar pudo golpearlo con su descomunal puño, tan fuerte como una avalancha.

Igolas cayó al suelo, ya sin vida. Diopamedes, no vio o no le interesó, la espada que había quedado clavada en la tierra.


Para regocijo del dios, se desató la guerra. Lo que no se daba cuenta es que cada vez que los hombres acudían a las armas, Escorpia se hacía más fuerte. Y con ella, los plantes de venganza que Santa Sofía lentamente tejía. Con igual lentitud, crecía en torno a Sabaela un rosedal